Durante los últimos años, las certificaciones de arquitectura saludable como WELL, Fitwel o RESET han cobrado fuerza en el panorama del entorno construido. Lo que antes era una rareza hoy forma parte habitual de los objetivos de sostenibilidad de muchas promotoras, fondos y estudios de arquitectura. Y como consultora, he tenido el privilegio de acompañar a decenas de ellos en ese camino.
A pesar de no ser un proceso fácil, es un proceso profundamente transformador, ya que, aunque a veces se las critique por burocráticas o demasiado normativas, las certificaciones de salud en arquitectura han cambiado las reglas del juego: han elevado el nivel de exigencia, han introducido indicadores objetivos y, sobre todo, han puesto el foco en lo más importante: las personas.
De la intención al impacto medible
Uno de los mayores valores que aportan estas certificaciones es precisamente es traducir buenas intenciones en compromisos concretos. Todos queremos edificios saludables, pero ¿cómo sabemos si lo estamos consiguiendo? ¿Cómo medimos la calidad del aire, la luz natural, el confort térmico, la acústica o el acceso a la naturaleza?
Los marcos como WELL o Fitwel nos dan herramientas claras para hacerlo. Nos ayudan a profesionalizar la conversación sobre salud y bienestar, a incorporar evidencia científica y a tomar decisiones basadas en datos. Y eso, en un sector como el de la construcción, tradicionalmente centrado en costes y tiempos, es un avance enorme.
Lo que se nombra, se puede transformar
A lo largo de los proyectos en los que he trabajado, veo algo muy bonito que se repite: cuando un equipo empieza un proceso de certificación, se activan conversaciones nuevas. Sobre ergonomía, sobre alimentación, sobre lactancia, sobre salud mental en el trabajo, sobre cómo usamos el espacio. Cuestiones que antes no estaban en la agenda empiezan a formar parte del diseño. Son conceptos que hasta la fecha no se consideraban y que ahora están en el centro.
Ese efecto “pedagógico” de las certificaciones es uno de sus grandes logros. No solo cambian los edificios, también cambian las culturas organizativas. Y cuando eso ocurre, el impacto va mucho más allá de la propia construcción.
Pero… ¿es suficiente?
Ahora bien, como profesional que trabaja día a día en este ámbito, también sé que las certificaciones no lo resuelven todo. Que no son una meta en sí mismas, sino una herramienta. Y que, como toda herramienta, su valor depende de cómo se utilice.
A veces corremos el riesgo de convertirlas en un checklist, o en un sello de marketing. De cumplir lo justo para obtener la placa en la entrada, pero sin integrar de verdad los principios que promueven. Y ahí es donde creo que debemos hacer una evolución.
Mi propuesta no es abandonar las certificaciones, sino usarlas de forma más consciente, contextualizada y viva, teniendo en cuenta las siguientes claves:
Personalización según el contexto
Lo que es saludable en una sede corporativa no es lo mismo que en una vivienda social o un centro educativo. Necesitamos aplicar los marcos de certificación con sensibilidad local, cultural y climática. No para relativizar los estándares, sino para hacerlos más inclusivos y relevantes.
Participación activa de los usuarios
El verdadero bienestar no se diseña solo en un despacho. Se construye escuchando a quienes van a habitar los espacios. Incluir la voz de los usuarios en el proceso de certificación —desde encuestas hasta co-creación— permite detectar necesidades reales y evitar soluciones impersonales.
Medición post-ocupación
Una certificación saludable no debería quedarse en el día de la inauguración. ¿Qué pasa un año después? ¿Siguen funcionando los sistemas de ventilación? ¿Ha mejorado realmente el confort y la satisfacción de las personas? Apostar por modelos de seguimiento y mejora continua nos permitirá hacer de la salud algo dinámico, no estático.
Incorporar indicadores más humanos
Muchas certificaciones se centran, lógicamente, en indicadores técnicos: decibelios, luxes, ppm. Pero la salud también se expresa en sensaciones, emociones, vínculos sociales. Ampliar la mirada hacia indicadores cualitativos puede enriquecer muchísimo los procesos.
Una base sólida para avanzar
Gracias a las certificaciones, el sector ha dado pasos concretos hacia una arquitectura más consciente. Hemos pasado de hablar de sostenibilidad solo en términos de energía y materiales, a hablar también de personas, hábitos, emociones y salud pública. Y eso es un logro enorme.
Pero no podemos conformarnos, por eso creo que el futuro de las certificaciones está en volverse más adaptables, más vivas, más centradas en la experiencia real de las personas.
La arquitectura saludable no es solo normativa: es cultura
En cada proyecto en el que trabajo, trato de recordar que certificar no es marcar casillas, sino construir cultura. Una cultura de diseño más humana, más empática, más conectada con el impacto real de los espacios en nuestra vida cotidiana.
Las certificaciones son una base sólida. Una palanca para elevar los estándares, profesionalizar el sector y poner en valor lo intangible. Pero la verdadera transformación empieza cuando las usamos como punto de partida, no como meta.
Porque lo más saludable de todo es seguir aprendiendo.
Este artículo forma parte del Dosier Corresponsables: Arquitectura Saludable