¿Dónde termina la cortesía y empieza la complicidad? Aventuro que tarde o temprano los historiadores del futuro se formularán esta pregunta a la hora de revisar el comportamiento de la humanidad en este primer tercio del siglo XXI. Creo que ha caído en el olvido, pero para los que nacimos en el siglo XX la frontera del año 2000 era apasionante. Aunque hubo voces apocalípticas, el 2000 se presentaba como una ventana a un futuro espectacular. Nada que ver, por ejemplo, con las agoreras expectativas de fin del mundo que se registraron en el año 1000. Es inevitable que un cambio de milenio despierte la imaginación. No es habitual cumplir 1000 años. Los 2000 ya sonaban a ciencia ficción. ¿Y los 3000? Mejor no salirnos de la primera caja argumental: Cuando éramos jóvenes el horizonte 2000 era prólogo de viajes a las estrellas, de energías más limpias y eficientes, de avances científicos que doblaran el tiempo y el espacio, de sociedades más formadas, equilibradas y trascendentes. En fin, las expectativas para los 2000 eran desmedidas y enseguida se revelaron como ingenuas y pretenciosas.
Este mismo artículo es un ejemplo de lo lejos que nos quedamos. En 2025 escribo sobre un mínimo común denominador, sobre una pequeña luz que permita mantener la esperanza en el ser humano, algo sobre lo que poder construir una balsa para náufragos, algo pequeño, algo humilde, pero con el poder transformador del átomo. Sí, escribo con la misma ambición que atribuía a aquel mundo del futuro sin más límites ni fronteras que las impuestas por nuestra versión más timorata y mediocre. Escribo sobre un milagro tan necesario como improbable. Una palabra para cambiar el mundo. Este mundo que hemos construido entre todos y que, francamente, muy bien no nos ha quedado.
Ni en la peor de aquellas previsiones de los 2000, se podía prever tanta involución y tan pagada de sí misma. Insisto en que este texto no señala a nadie en particular, nos señala a todos como parte integrante de este desvarío. La revolución tecnológica quedó limitada a la conectividad y a los datos y para que no hubiera dudas sobre lo rudimentario del avance se calificó como el petróleo del siglo XXI. Petróleo. Vale. El fin de la historia anunciado por Fukuyama se transformó en un liberalismo esquizofrénico que oscila entre la desregulación total y los aranceles del siglo XIX. La socialdemocracia vendió su alma igualitaria y solidaria por una malformación del estado de bienestar cargado de pragmatismo económico. Y la pulsión ciudadana -de toda la vida- tocó de nuevo techo evolutivo y recuperó su adicción por las respuestas fáciles y totalitarias. La justicia, concebida como contrapeso, evolucionó como lastre ideológico. Y cuando ya parecía que nada podía ir a peor empezamos a engañarnos a nosotros mismos. Negamos el cambio climático. Negamos las bondades de las vacunas. Negamos la evidencia científica. Nos negamos a nosotros mismos. Nos cosificamos hasta perder el más básico de los respetos, el respeto por la vida.
Cosas que pasan. Cosas que no deberían pasar.
¿En qué momento debemos poner fin al silencio cómplice? Ahora. Ayer. Mañana. La única manera de enfrentar las listas negras es saturándolas de nombres. Que tomen nota de todos aquellos que consideramos que hay cosas que no deben pasar. Que la balanza del bien y del mal no está sujeta a ninguna corriente ideológica. Que el bien y el mal conforman la esencia misma de nuestra humanidad y que falsear el fiel de la balanza lo único que hace es deshumanizarnos. La negación final es negarnos a nosotros mismos. Fuimos. Apenas somos. Dejaremos de ser.
Y ante este huracán de fuerza cinco una simple palabra: BELAND.
Nuestro lugar en el mundo. El mínimo común denominador de todos y cada uno de nosotros. Ser. Estar. La complejidad de la existencia reducida a un latido de vida. Sin distinciones. Un solo latido para el corazón común que nos sostiene como especie.
Cada vez le concedo más importancia a las cosas pequeñas que nos ofrece la vida. Cuando el mundo en mayúsculas es disfuncional no pasa nada por disfrutar de las minúsculas. La letra pequeña, la palabra humilde, el pensamiento doméstico, en fin, todo lo que vuela por debajo del radar de la polarización dominante y dominada por la mentira.
Beland es una declaración de paz prospectiva. Una suma de caracteres que reivindica la inocencia y la ingenuidad de los niños que fuimos para conectar con los niños que serán. Una palabra que ahora apenas es susurro compartido a través de un cuento infantil: “Beland, mi lugar en el mundo”. Una historia ilustrada cargada de poesía y simbolismo. Y también de reivindicación. La reivindicación más básica de todas. El derecho al arraigo, a ser y estar en convivencia pacífica con todos y con todo.
Inocente e ingenua, la palabra avanza clase a clase, colegio a colegio, en la mejor tradición de la comunicación oral. Una conexión real para sembrar esperanza en el yermo argumental en el que nos movemos. No es una narrativa. No es un relato. Es un sueño que ha tomado forma como deseo, como aspiración, como anhelo.
Beland es una pequeña palabra, una pequeña llama que se suma a otras igual de pequeñas e importantes. Luces intermitentes, acechadas por la oscuridad del capricho y la intolerancia, que unidas conforman la almenara definitiva. El fuego en el que la humanidad recupera los rescoldos de la esperanza perdida. No para quemar libros sino para enaltecer sus palabras. Las palabras que dan forma al mundo y que, en origen, apenas son sueños.
Beland no es una campaña, en todo caso, de necesitar calificarla diría que es el prolegómeno de un movimiento en pos de un mundo mejor, por justo y razonable. En el fondo, creo que todo esto va de sembrar esperanza, de recuperar el futuro de los viajes a las estrellas, de energías más limpias y eficientes, de avances científicos que doblarán el tiempo y el espacio, de sociedades más formadas, equilibradas y trascendentes.
Beland, la palabra que apenas es un susurro y que sueña con convertirse en viento. Una simple semilla para la esperanza.
Este artículo forma parte del Dosier Corresponsables: Día Mundial de los Derechos Humanos

