Vivimos en una sociedad cada vez más digitalizada: desde pedir una cita médica hasta hacer la compra o pagar una multa, casi todo pasa ya por una pantalla. Pero ¿qué ocurre cuando ese entorno digital no ha sido diseñado pensando en ti?
La accesibilidad universal es un principio de justicia social que garantiza que todas las personas, independientemente de su edad, condición física, sensorial, cognitiva o cultural, puedan acceder, comprender y participar en igualdad de condiciones en todos los entornos, productos y servicios. Por tanto, no se trata solo de añadir rampas o ampliar botones. Es un enfoque que exige pensar en la diversidad humana desde el origen, no como una adaptación añadida a posteriori.
¿Y cómo se aplica esto a las personas con discapacidad intelectual?
Como divulgadora sobre discapacidad intelectual, quiero poner el foco en un desafío pendiente y urgente: la accesibilidad cognitiva y comunicativa en el entorno digital. Para muchas personas con discapacidad intelectual, la tecnología promete autonomía, inclusión y participación. Pero en la práctica, esa promesa se desdibuja ante interfaces confusas, instrucciones crípticas y contenidos inaccesibles. Lo que debería ser una llave hacia la independencia, se convierte, demasiadas veces, en una puerta cerrada.
Carlos tiene 22 años, le apasiona la informática y sueña con trabajar algún día como auxiliar en una biblioteca. Este año se enteró de un curso online gratuito sobre alfabetización digital organizado por su ayuntamiento. Se entusiasmó: “¡Eso es para mí!”, dijo. Pero cuando se sentó frente al ordenador, el entusiasmo duró poco. El formulario de inscripción tenía más de veinte campos: algunos obligatorios, otros no, y muchos con palabras que no entendía bien: “nivel formativo”, “situación laboral actual”, “NIF con letra”.
Después, le pedían una dirección de correo electrónico para confirmar la inscripción. Carlos tenía una cuenta, pero no recordaba la contraseña. La página para recuperarla le pidió que resolviera un captcha confuso y luego le envió un enlace que no sabía dónde buscar. Pidió ayuda a su madre. Ella tampoco entendía bien el proceso. Terminaron abandonando.
Al final, Carlos no hizo el curso. Y aunque nadie le dijo directamente que no podía hacerlo, todo el sistema le comunicó lo mismo: “Esto no es para ti”.
Esta historia es inventada. Carlos y su madre no existen. Pero con ella quiero ilustrar lo que tantas personas con discapacidad intelectual y sus familias experimentan a diario. Una exclusión que no necesita de una barrera física para ser efectiva, porque puede estar hecha de formularios interminables, contraseñas, jerga técnica y falta de empatía en el diseño.
Cuando hablamos de accesibilidad para personas con discapacidad intelectual, no basta con que puedan usar una web o una app. Deben poder entenderla, utilizarla y tomar decisiones autónomas dentro de ella. Así lo establece la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, en sus artículos 9 (Accesibilidad) y 21 (Libertad de expresión y acceso a la información).
En este sentido, una herramienta clave en este camino es la lectura fácil, una forma de redacción que sigue normas internacionales con el fin de que los textos sean más comprensibles para personas con dificultades de comprensión. Se basa en frases cortas, lenguaje directo, uso de imágenes, estructura clara y revisión final por parte de personas con discapacidad intelectual.
Hoy en día, tanto la administración como muchas entidades y empresas están empezando a dar pasos para reducir la exclusión digital. Hay ejemplos que lo demuestran: la app “Soy Cappaz” creada por la Fundación MAPFRE y la Fundación GMP; la Constitución Española adaptada a lectura fácil; herramientas como “Dinder Club” o “Yo también leo”; la web accesible de la Fundación AMÁS; la nueva señalética del Metro de Madrid; o el portal de vivienda “Badi Impulsa”, impulsado por la Fundación Alex Rivera. Todos estos proyectos muestran que, poco a poco, hay más conciencia sobre la importancia de diseñar pensando en todas las personas.
Sin embargo, queda mucho por hacer. La accesibilidad digital no es solo una cuestión técnica o legal: es una cuestión de ética, de justicia y de democracia. Cuando una web, una app o un servicio online excluyen a las personas con discapacidad intelectual, se están vulnerando derechos fundamentales.
Por eso, no se trata de adaptar lo que ya está hecho, sino de empezar desde el principio con un enfoque inclusivo. Porque si el mundo digital no es accesible, entonces no es verdaderamente digital. Es solo otro escaparate elegante que oculta las mismas barreras de siempre.
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