En un contexto de desafíos globales y progresiva degradación del entorno construido en todo el continente, en 2018, los ministros de Cultura de la Unión Europea, reunidos en Davos (Suiza), aprobaron una declaración homónima que reconocía el derecho de todas las personas “a experimentar, compartir y pertenecer al entorno cultural” y, por extensión, la necesidad imperiosa de defender y promover la calidad de sus edificios, equipamientos públicos, infraestructuras, espacios públicos, barrios y paisajes, en general, preservando la idiosincrasia de cada lugar. Todo ello en defensa del interés general.
De la firma de aquel documento pasan ya siete años y el escenario es tan complejo como entonces, si no más. En este tiempo, hemos vivido la experiencia inédita y traumática de una pandemia de Covid que derivó en una crisis económica, social y, sobre todo, sanitaria sin precedentes en la historia reciente; conflictos bélicos que no imaginábamos posibles en pleno siglo XXI y, cada vez más, se extiende una angustia creciente entre la población ante fenómenos meteorológicos adversos que, en los últimos tiempos, han provocado consecuencias devastadoras, tanto a nivel humano como material.
Ante esta realidad, urge actuar. Y, como recordaba la Unión Internacional de Arquitectos (UIA), en la celebración del Día Mundial de la Arquitectura, el pasado 6 de octubre, hacerlo precisamente allí donde se concentran los riesgos y también las oportunidades para mejorar el grado de resistencia de nuestras sociedades ante fenómenos naturales adversos y otras crisis que puedan acontecer en los entornos urbanos. Frente al cortoplacismo que imponen los tiempos de la política, nuestros pueblos, ciudades y territorios necesitan estrategias a largo plazo, diseñadas por profesionales competentes, para reforzar su capacidad de respuesta, adaptación y recuperación, promoviendo la equidad y la cohesión a través de la reducción de las desigualdades sociales.
De entrada, esto implica una transformación profunda de nuestro parque edificado -uno de los más envejecidos de Europa- en materia de eficiencia energética, accesibilidad, conservación y funcionalidad, pero también la regeneración de barrios que han quedado obsoletos y que, en consecuencia, no están preparados para un contexto de cambio climático en el que nuestro país y el conjunto de la UE son especialmente vulnerables, como, por desgracia, nos han demostrado la DANA de octubre de 2024 y la oleada de incendios de este verano, y, por supuesto, de forma acompasada, la modernización del sector de la edificación.
Si algo ha quedado claro tras un año en el que, de la mano del Observatorio 2030 del CSCAE y Saint-Gobain, y con la colaboración de los Colegios de Arquitectos, hemos recorrido el país con la iniciativa “Construir en clave sostenible” y su Congreso Nacional, es que la sostenibilidad es el único horizonte posible para un sector comprometido con la sociedad. Esto significa apostar por la circularidad en la edificación desde el diseño mismo del proyecto, emplear materiales de kilómetro cero, respetuosos con el medioambiente, y aprovechar las ventajas de la industrialización y la digitalización para agilizar, por ejemplo, los tiempos de construcción de vivienda nueva en un escenario de emergencia habitacional, mejorar la seguridad en los procesos y conseguir un uso más eficiente de los edificios a lo largo de su vida útil y también en la gestión de la propia ciudad en ámbitos como la movilidad urbana.
La sostenibilidad como objetivo común del sector forma parte de su responsabilidad hacia la sociedad. Sin embargo, la sostenibilidad es solo uno de los pilares sobre los que se asienta la calidad de la arquitectura o, lo que es lo mismo, del entorno construido, que integra desde las viviendas a los equipamientos dotacionales, los espacios públicos y el paisaje urbano que compone el conjunto. Esa calidad de la arquitectura sirve de fundamento a la Ley que aprobó nuestro país en el año 2023 y late en el corazón de la Nueva Bauhaus Europea, que bebe directamente de la nueva cultura del habitar (baukultur) que preconizaba la Declaración de Davos, suscrita en 2018.
Un entorno construido de calidad se traduce en viviendas dignas, asequibles y accesibles; en barrios seguros, con zonas verdes, comercios, infraestructuras sanitarias, educativas y culturales, y en espacios públicos que favorecen el encuentro y la cohesión social. En definitiva, en pueblos y ciudades más humanos, donde las personas encuentran las oportunidades suficientes para desarrollarse plenamente sin menoscabo de la necesaria protección de la biodiversidad y de los valores culturales de cada territorio. Ésta es la función social de la Arquitectura, pero lograrlo no depende únicamente de ella.
Estamos ante un reto colectivo que exige el compromiso de gobiernos y Administraciones Públicas en sus diferentes niveles, además de la implicación de todos los agentes del sector y la participación activa de la ciudadanía en la toma de decisiones. Todo ello para garantizar el interés general y un bienestar duradero. Porque la arquitectura de calidad debe ser un derecho de todas las personas, sin distinción.
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