Cada dos segundos, una persona se ve obligada a huir de su hogar. A día de hoy, el número de personas desplazadas forzosas en el mundo supera los 122 millones, una cifra dolorosa que refleja la realidad en la que vivimos. Si reuniéramos a todas las personas desplazadas, formarían el país que más rápido crece del mundo. Pero este “país” no tiene nombre, ni bandera. Está compuesto por hombres, mujeres, niños y niñas que han perdido su hogar a causa del conflicto, la violencia o la persecución. Conflictos como los de Sudán, Afganistán, Siria, Gaza, Ucrania o la República Democrática del Congo continúan alimentando esta emergencia humanitaria global.
En este contexto, me consterna pensar que la empatía se convierte en un bien cada vez más escaso. Vivimos expuestos a un flujo incesante de imágenes e información, lo que, cada vez más, genera indiferencia y agotamiento emocional. Pero ahora más que nunca, es vital no quitar la mirada, no acostumbrarnos al dolor ajeno. Porque detrás de cada número de esos 122 millones, hay una persona, una historia. Y porque el silencio o la indiferencia es una piedra más en su camino.
La situación se agrava aún más cuando los recursos para responder a estas crisis disminuyen. En el último año, ACNUR, la Agencia de la ONU para los Refugiados, ha sufrido importantes recortes presupuestarios debido a la caída de las contribuciones de varios donantes tradicionales. Esto ha obligado a reducir operaciones vitales en distintos puntos del planeta, como en Uganda, Siria o Yemen, dejando a miles de familias sin acceso a alimentos, atención médica o refugio. En la práctica, hablamos de madres que no pueden alimentar a sus hijos, de personas enfermas sin tratamiento, de niños que no pueden ir a la escuela. Y, si me permiten la crudeza, también hablamos de la pérdida de miles de vidas humanas.
Frente a este panorama, hay que buscar soluciones. Soluciones políticas que pongan fin a los conflictos. Soluciones duraderas que permitan a las personas desplazadas rehacer sus vidas con dignidad. Soluciones que no las obliguen a arriesgar sus vidas en el desierto, una patera o la jungla. Soluciones en la travesía, de integración local y, cuando sea posible y seguro, soluciones como el retorno voluntario o el reasentamiento. Lo importante es ofrecer oportunidades reales a quienes, muchas veces, solo tienen incertidumbre. Soluciones que nos permitan seguir haciendo nuestro trabajo humanitario.
No podemos ni debemos perder la esperanza. Y este país tan solidario, España, es motivo de esperanza. A lo largo de los años, ha demostrado un fuerte compromiso con las personas refugiadas, tanto a través de sus contribuciones internacionales como desde la sociedad civil. Voluntarios, organizaciones, empresas, ONG, asociaciones, pueblos, ciudades, comunidades autónomas y ciudadanos de a pie siguen apoyando con generosidad a quienes más lo necesitan. Y quiero resaltar en particular el papel de los donantes de ACNUR en España, que son muchos y están firmemente comprometidos con la ayuda humanitaria, así como el de las empresas privadas españolas, cuyas contribuciones son vitales tanto para financiar nuestro trabajo como para crear oportunidades de empleo para las personas refugiadas — su apoyo marca una diferencia real en la vida de miles de personas. Gracias al fuerte tejido social de España, muchas personas refugiadas pueden seguir adelante.
El Día Mundial del Refugiado no es una celebración, sino una oportunidad para recordar, visibilizar y actuar. No podemos cambiar el pasado de quienes han tenido que huir, pero sí podemos influir en su presente y construir con ellos un futuro mejor. Debemos verlas como lo que en realidad son: mujeres y hombres resilientes, valientes, y muchas veces líderes en sus comunidades. Debemos escucharlas, apoyarlas y caminar a su lado.
Porque nadie elige ser refugiado. Pero todos podemos elegir cómo actuar. La compasión, la solidaridad y la acción son las herramientas más poderosas que tenemos. En un mundo que se fragmenta, ayudar a reconstruir vidas es, quizás, el acto más humano y poderoso de todos.
Este artículo forma parte del Dosier Corresponsables: Día Mundial de los Refugiados