El filósofo y teólogo holandés Rob Riemen advertía recientemente en una entrevista a El País que la democracia corre el riesgo de desaparecer si los ciudadanos renuncian a cultivar su alma y a buscar el bien común. En un tiempo en el que la ciencia, la tecnología y la economía parecen dominarlo todo, los problemas de la vida y de la convivencia reclaman otra urdimbre para poder resolverse. El Tercer Sector, como espacio vertebrador del diálogo en una sociedad cada vez más plural y diversa, tiene mucho que aportar en esta tarea.
La realidad muestra un debilitamiento de nuestro capital social y asociativo. Entre las causas destacan la polarización, la desafección política, la fragmentación social y la irrupción de la comunicación digital. El filósofo surcoreano y premio Princesa de Asturias, Byung-Chul Han, lo resume con crudeza: hemos pasado a ser un “enjambre digital” sin alma ni espíritu, constituido por individuos aislados que no construyen un verdadero “nosotros”.
La concepción personalista de la persona como ser que viene de otros y vive desde y para los demás ha dejado paso al homo oeconomicus, al hombre que ya no se realiza a través de la relación y el amor al prójimo, sino por el rendimiento. Y el rendimiento, lejos de acercarnos, nos aísla.
El IX Informe FOESSA sobre Exclusión y Desarrollo Social en España, que se presentará en noviembre, confirma este diagnóstico: el bajo capital asociativo debilita los lazos comunitarios. Apenas un 22,3% de la población afirma pertenecer actualmente a alguna organización. Además, las redes interpersonales que facilitan el acceso a recursos y el apoyo mutuo siguen reduciéndose en los sectores más vulnerables, lo que agrava y cronifica la pobreza.
En este escenario, el Tercer Sector se enfrenta al enorme reto de seguir construyendo un “nosotros”: una sociedad inclusiva en la que la dignidad inalienable de cada persona nos recuerde que todas y todos formamos parte de una misma familia humana. Reconstruir esa unidad, tantas veces debilitada, debe ser nuestro empeño colectivo.
Trabajar por el bien común exige un compromiso activo con el diálogo y el encuentro, con el esfuerzo sincero de comprender al diferente, de escuchar su punto de vista y, aun sin compartirlo, respetar su derecho a pensar distinto. Supone también alejarnos de la lógica ideológica que tantas veces divide, para volver a situar en el centro a quienes han quedado atrás o excluidos de nuestra sociedad. Porque, aunque las ideas puedan separarnos, las personas y su dignidad siempre nos unen.
El Tercer Sector, con la riqueza y diversidad de su acción, tiene la capacidad de ofrecer a la sociedad un espejo en el que reconocerse. De ayudarla a ver y descubrir hasta dónde podemos llegar cuando ponemos a las personas —y no a las ideologías— en el centro. Cuando somos solidarios, cuando cuidamos del otro sin importar su origen, condición sexual, religión o filiación política.
Además, el Tercer Sector actúa como un verdadero laboratorio de innovación social. Ha sido pionero en impulsar respuestas flexibles a problemas emergentes que la maquinaria estatal tarda más en abordar: desde la acogida de personas migrantes hasta los programas de inserción sociolaboral. Muchas de estas iniciativas nacieron en la sociedad civil antes de ser asumidas por las administraciones públicas. En contextos de baja confianza en el Estado, las organizaciones del Tercer Sector pueden convertirse en un puente entre la ciudadanía y la Administración, facilitando el acceso a derechos y reforzando la legitimidad del propio Estado de Bienestar.
Pero quizá el mayor servicio que puede ofrecer el Tercer Sector a la sociedad del futuro sea ayudarla a redescubrir lo esencial: la dignidad de cada persona, la búsqueda de la verdad y la belleza, la defensa de la justicia y la creación de lazos valiosos entre nosotros. Si permanece fiel a estos valores, el Tercer Sector estará preparado para ser el gran vertebrador de una sociedad más justa y solidaria, y se convertirá en una pieza clave en el fortalecimiento de la democracia.

