Pasamos cerca del 90% de nuestro tiempo en espacios interiores y se ha demostrado que estos pueden contener de dos a cinco veces más contaminantes que el aire exterior (Agencia de Protección Ambiental, 2024). Consideramos los espacios interiores como un entorno de refugio y seguridad, pero debemos asegurarnos de que así sea.
Desde los años 80, la Organización Mundial de la Salud acuñó el término “Síndrome del edificio enfermo” para describir los efectos adversos que ciertas condiciones ambientales pueden generar en sus ocupantes: dolores de cabeza, fatiga, alergias o problemas respiratorios. Esto no es más que la punta del iceberg de un concepto más amplio y complejo: el exposoma. Este término define el conjunto de factores no genéticos que condicionan el estado de salud, incluyendo las exposiciones a las que una persona está sometida a lo largo de su vida, desde el aire que respira hasta los materiales con los que convive constantemente.
Esa exposición continua genera efectos invisibles, pero persistentes en nuestra salud, ya sea de manera positiva o negativa. Si hablamos de contaminantes en la edificación, existen múltiples fuentes: desde contaminación exterior como el radón o el tráfico, hasta materiales de construcción y mobiliario (suelos, alfombras, pinturas…), o incluso los productos de limpieza que utilizamos. Estos pueden contener compuestos tóxicos (como Compuestos Orgánicos Volátiles, Compuestos Orgánicos Persistentes, partículas, etc.) que, a corto plazo, pueden generar malestares como alergias o problemas de concentración, pero a largo plazo, pueden contribuir a generar desequilibrios hormonales o enfermedades como el cáncer. Por lo tanto, debemos aproximarnos al diseño de espacios con un sentido de responsabilidad que va mucho más allá de lo estético y lo funcional, estudiando el contexto en cada caso y entendiendo también los patrones de uso.
Esto implica acompañar el diseño con pedagogía. No basta con ofrecer un espacio libre de tóxicos si los hábitos cotidianos lo contaminan con productos perjudiciales o si no se ventilan los espacios adecuadamente. Hay que educar para habitar, fomentar la elección consciente y el mantenimiento respetuoso, dentro de un equilibrio que priorice los aspectos más esenciales y de mayor incidencia. También debemos tener en cuenta que hay población más vulnerable a estos efectos: niños, embarazadas, personas mayores o con ciertas afectaciones que las hacen más sensibles (asma, alergias o sistemas inmunodeprimidos, por ejemplo). Estas pueden estar presentes en los espacios que creamos, pero en realidad es algo que nos afecta a todos, en menor o mayor grado.
Es imprescindible entender que proyectar para la salud no es solo sustituir un material por otro. Es diseñar nuestros espacios desde una visión integral, donde cada decisión se tome considerando su impacto en el bienestar de las personas. Hablamos de una arquitectura holística que se pregunta cómo la geometría, la entrada de ventilación y luz natural, los acabados o el conjunto de estímulos sensoriales del espacio influyen en nuestro estado físico, emocional y mental. Que propicie espacios y dinámicas sociales que conecten a las personas con el colectivo, disfrutando, a la vez, de su privacidad e individualidad.
Hoy, no es posible hablar de buena arquitectura si esta no es también sostenible y saludable. Y la salud, tal como la define la OMS, es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solo la ausencia de afecciones o enfermedades. Este enfoque invita a dejar de actuar solo para mitigar los problemas de salubridad y pasar a generar salud activamente. Es crear entornos que permitan a las personas desarrollarse con vitalidad, energía y disfrute.
Este artículo forma parte del Dosier Corresponsables: Arquitectura Saludable