Nos encontramos en un momento en el que la individualidad está de moda. Según los resultados de la última Encuesta de Hábitos Deportivos (CIS, 2024), quienes practican deporte en solitario han pasado del 17 % registrado en 1990 al 31,2 % en 2024. Por el contrario, quienes lo hacen en grupo alcanzaban un 54 % en 1990 y tres décadas después han descendido hasta un 20,8 %. Además, destacan fenómenos como la «generación muda», compuesta por jóvenes que evitan la comunicación, son una clara consecuencia de cómo estamos moldeando nuestra manera de actuar y relacionarnos.
De hecho, esta preferencia por lo individual también tiene efectos colaterales más allá de los hábitos y rutinas diarias. Diversos estudios, como el World Values Survey y el informe “Global Trends” del European Strategy and Policy Analysis System (ESPAS), coinciden en señalar un aumento de la polarización social y política, impulsado en parte por burbujas informativas y la pérdida de espacios de encuentro comunes. Hemos dejado de hablar, de hacer por entendernos, de compartir, de mirar al frente dejando de lado el teléfono.
Lo que comenzamos a ver tímidamente son las reacciones de muchos a esta nueva realidad. Iniciativas ciudadanas y movimientos empresariales empiezan a reconocer que el aislamiento no es sostenible —ni a nivel emocional, ni social, ni ambiental—. Desde espacios de coworking que recuperan el valor de lo colectivo hasta plataformas de economía colaborativa que priorizan el acceso sobre la posesión. Hay una voluntad creciente de volver a acercarnos. Incluso en el ámbito urbano, las ciudades están repensando su diseño para fomentar el encuentro. Lo estamos viendo en la peatonalización de las calles, el transporte público integrado, la ampliación de zonas verdes o el crecimiento de las aceras. Vivimos en una crisis marcada por la soledad no deseada, donde colaborar también es un acto de cuidado. Recuperar espacios de encuentro —en el trabajo, en las calles, en la movilidad— es también una forma de tejer redes humanas que protegen, sostienen y dan sentido. Necesitamos volver a conectar porque cuando las prioridades se alinean y los recursos se comparten, el cambio se acelera. Colaborar también es un acto de cuidado.
Un buen ejemplo de ello es el proyecto de las «100 ciudades climáticamente neutras« impulsado por la Unión Europea, del que Sevilla forma parte. Esta iniciativa busca transformar las urbes en laboratorios de innovación verde mediante la colaboración entre gobiernos locales, empresas, entidades sociales y la ciudadanía. No se trata solo de reducir emisiones, sino de rediseñar las ciudades como espacios más habitables, donde a todos nos gustaría vivir. Y además, hacerlo de manera conjunta.
En el ámbito de la movilidad, programas como el Plan MOVES, que ofrece ayudas a la electrificación del transporte, muestran cómo las políticas públicas pueden facilitar la transición energética, descarbonizando las flotas de vehículos de transporte con conductor y reduciendo las emisiones de gases contaminantes en los núcleos urbanos. Por ejemplo, solo en 2024 y gracias al esfuerzo de flotas colaboradoras y autónomos que se conectan a la plataforma de Cabify en España, se aumentó un 234 % el volumen de kilómetros recorridos en coches eléctricos, logrando un índice de emisiones un 12 % más bajo que el año anterior y permitiendo evitar la emisión de 3.982 toneladas de CO2. Medidas multilaterales que generan un impacto positivo para todos.
Quizá sea hora de que la colaboración vuelva a ponerse de moda. Porque construir juntos, poniendo en común conocimientos y recursos, nos acerca al progreso. En Cabify aspiramos a hacer realidad las ciudades del futuro y por eso creemos que la solución —representada también en nuestra última campaña— está en movernos juntos para mover el mundo.
Este artículo forma parte del Dosier Corresponsables: Día Mundial del Medioambiente.