Este 5 de junio se celebra el Día Mundial del Medioambiente con un foco claro: la lucha contra la contaminación por plásticos. Desde Naciones Unidas, se hace un llamamiento global para poner fin a una de las crisis ambientales más graves de nuestro tiempo. Según datos del programa de la ONU para el Medio Ambiente, cada año producimos más de 430 millones de toneladas de plástico, la mitad para un solo uso.
Pero esta crisis no es solo técnica ni material. Es cultural.
La mitad de 430 toneladas de plástico se diseñan para usarse una sola vez. Son cifras que conocemos, repetimos, compartimos. Y sin embargo, no parecen suficientes para detener la marea. Porque el problema no es solo lo que producimos. Es lo que deseamos, lo que normalizamos, lo que convertimos en aspiracional.
La contaminación por plásticos no es una anomalía. Es el resultado lógico de un sistema económico basado en el consumo masivo y la obsolescencia programada, sostenido durante décadas por un aparato de marketing y publicidad que ha sabido hacer deseable lo insostenible.
En el debate sobre la contaminación por plásticos, se habla mucho de envases, materiales, reciclaje e innovación. Pero se habla poco de cultura. Y aún menos de quiénes la crean, la legitiman y la amplifican.
Durante décadas, las marcas han construido una narrativa del consumo profundamente ligada a lo desechable, lo rápido y lo abundante. Lo han hecho no solo a través de sus productos, sino, sobre todo, a través de su comunicación. La publicidad ha convertido el “usar y tirar” en símbolo de modernidad. Ha presentado lo nuevo como mejor, lo individual como aspiracional, lo efímero como emocionante. Y lo hicieron bien. Tan bien que hoy los océanos, las selvas y hasta la sangre humana están impregnados de microplásticos.
En ese contexto, el plástico no es solo un material: es la expresión tangible de una forma de imaginar el mundo. Una forma que premia la comodidad instantánea sobre la sostenibilidad a largo plazo. Que oculta las consecuencias del consumo bajo un relato estético. Que nos enseñó a desear cosas que, en realidad, nos sobran.
Por eso, asumir la responsabilidad cultural implica ir más allá de reducir envases o compensar emisiones.
La comunicación no es inocente. Nunca lo ha sido.
El lenguaje crea realidades. Las campañas no son solo ideas creativas: son arquitectura cultural. Lo que una marca decide contar ,y lo que decide callar, influye en las decisiones individuales y colectivas. Por eso, si hoy enfrentamos una crisis de contaminación global, no podemos seguir viendo la comunicación como una herramienta neutra o estética. Es un acto político.
Y como todo acto político, puede ser parte del problema o parte de la solución.
La comunicación no puede limitarse a amplificar lo que ya existe. Tiene que desafiar lo que contamina, y proyectar lo que puede regenerar.
En un mundo saturado de residuos, necesitamos narrativas valientes que cuestionen el exceso, que visibilicen alternativas reales, que hagan deseable lo reparable, lo compartido, lo duradero.
Porque la contaminación por plásticos no solo se combate con innovación técnica, sino también con transformación cultural. Y eso empieza por cambiar lo que las marcas hacen y cómo lo cuentan.
No se trata de cambiar de color el logo el 5 de junio.
No se trata de seguir vendiendo océanos de packaging innecesario mientras celebramos avances marginales.
Se trata de dejar de fabricar excusas. Y empezar a usar la comunicación para lo que realmente importa: ayudar a construir un mundo donde lo desechable deje de ser norma y lo sostenible deje de ser excepción.
Asumir la responsabilidad cultural de las marcas
No basta con reducir envases o compensar emisiones. Las marcas deben preguntarse: ¿qué tipo de mundo están ayudando a construir con su comunicación? ¿Qué comportamientos están premiando? ¿Qué realidades están visibilizando y cuáles están invisibilizando?
Abandonar el greenwashing, pero también el greenhushing
En esta era, ya no hay espacio para las excusas. Decir “no lo sabíamos” ya no vale. Pero tampoco vale esconder los avances por miedo a ser señaladas. Lo importante es hablar con honestidad, con evidencia, con trazabilidad. La sostenibilidad no es una campaña: es un compromiso estructural.
Crear nuevos imaginarios deseables
La creatividad tiene un poder inmenso para imaginar futuros posibles. Hagamos deseable lo duradero, lo compartido, lo reparable. Hagamos mainstream la regeneración. Porque si no cambiamos lo que soñamos, no vamos a cambiar lo que consumimos.
Hablar de límites y de renuncia, no solo de innovación
Estamos acostumbrados a que las marcas hablen de lo que lanzan. Es hora de que empiecen a hablar también de lo que retiran. De lo que dejan de hacer. De lo que eligen no producir. El verdadero liderazgo está en saber parar.
La comunicación no es un escaparate. Es una palanca que moldea valores. Si las marcas siguen comunicando como si el problema no existiera, no importa cuántos envases biodegradables produzcan: el modelo seguirá contaminando desde el imaginario.
Pero si cambian sus narrativas, si empiezan a hablar de límites, de corresponsabilidad, de reparación, de regeneración, entonces pueden ayudar a construir nuevas formas de desear, de consumir y de convivir.
Este artículo forma parte del Dosier Corresponsables: Día Mundial del Medioambiente.